Eduardo caminaba de regreso a casa cuando vio pasar a varias personas que iban corriendo, parecían huir. Uno de ellos chocó con él y, sin querer, le tiró la mochila.
—Perdón, hermano —le dijo el joven titubeando y agitado de tanto correr—, nos andamos escondiendo de la migra. ¿No tienes agua o algo de comer que me regales? Te lo agradecería.
Eduardo no sabía si reclamarle por el empujón o solo dejarlo pasar. La mirada y la pregunta del muchacho lo desconcertaron. Era evidente que ese joven, que parecía de su misma edad, necesitaba ayuda y se encontraba en una situación crítica.
—No, no traigo nada. Pero si quieres, te invito un chesco.
—Gracias, hermano, pero no tengo tiempo porque allá adelante van mis compas y es peligroso que me quede solo.
—Pero la tienda está aquí, luego luego. Ahorita los alcanzas.
El muchacho desconfió un poco de Eduardo, pero aceptó la oferta porque tenía mucha sed y necesitaba reponer energías para continuar su camino. En la tienda, le contó que los migrantes ya no se suben al tren que llega a la frontera de México con Estados Unidos porque hay vigilantes que les impiden viajar encima.
—Como ahora no nos dejan treparnos a «La bestia», caminamos a un lado de las vías donde la gente nos pueda ver. Hay quienes nos dan asilo y comida, pero otros nos miran con desconfianza o hacen como que no nos ven. Y cuando hemos atravesado los poblados, a varios de mis compas los han amenazado y golpeado o les han robado sus cosas. A veces nos tratan como si no fuéramos personas. Además, las combis nos cobran más caro el pasaje.
—¿Por qué les cobran más?
—Es que ya saben que somos indocumentados y, si no les pagamos, nos pueden denunciar y nos mandarían de regreso a nuestro país.
—¿Y tú ya no quieres regresar?
—Allá dejé a mi familia, pero nos hace falta dinero y como no tengo estudio, por eso me voy a trabajar a Estados Unidos. Lo malo es que está muy duro el camino y sobre todo pasar la frontera… uno arriesga la vida.
—Pero…
—Pero nada, hermano. Ya me voy. Que dios te bendiga.
A los pocos segundos de que el muchacho se fue, pasó frente a Eduardo una camioneta con las siglas INM. El conductor, que vestía un uniforme negro y gafas oscuras, se detuvo para preguntarle:
—Oye, ¿no viste adónde se fueron unos migrantes que andaban por aquí?
—No, ni cuenta me di, aunque se me hace que vi a alguien irse para aquel rumbo —dijo señalando el sentido contrario al que habían tomado las personas.
—Bueno, gracias —murmuró el agente de migración mientras ponía en marcha la camioneta.
Esa tarde, Eduardo le preguntó a su primo Mario, que está estudiando para ser abogado, la razón por la cual se persigue a los migrantes. Mario le explicó:
—Es un derecho humano permanecer libre dentro de tu propio país, así como salir de él y poder regresar de manera voluntaria. Sin embargo, cada nación establece una legislación propia para entrar a su territorio. Y esas leyes se tienen que respetar. Por eso a los extranjeros los deportan cuando cruzan la frontera de manera ilegal.
—Pero, ¿por qué es un derecho humano salir libremente de un país y no entrar libremente a otro? —preguntó Eduardo.
—Porque cada nación tiene un territorio y es posible que crean que su seguridad se pone en riesgo por los extranjeros. O porque los migrantes les quiten el trabajo a personas de ese país. O, incluso, que gocen de beneficios sin pagar impuestos. Por eso, muchos países restringen sus fronteras —replicó Mario.
—Mmm… pero, ¿quién estableció esas fronteras? ¿Cómo saben que los inmigrantes son realmente una amenaza? ¿Por eso está permitido maltratarlos? —cuestionó Eduardo intrigado.
—Yo qué sé, Edi. Andas muy preguntón.
El encuentro con el migrante y la plática que tuvo con su primo, mantuvieron a Eduardo pensando toda la tarde en las razones que podrían tener los mexicanos para tratar mal a los inmigrantes. «Si a los extranjeros que vienen de Europa o de otros países como turistas los tratamos bien, ¿por qué no es igual con los migrantes centroamericanos?» se preguntaba. «¿Por qué el derecho humano al libre tránsito está limitado por la legislación de cada país?».
Al día siguiente, Eduardo decidió contarle a dos de sus amigas del bachillerato lo que le había ocurrido:
—Oigan, ¿les cuento un secreto?
—A ver, ¿qué traes? Suelta la sopa —dijo Claudia.
—Sí, Lalo, ¿qué pasa contigo? Andas medio sospechoso —dijo Ana.
—Pues resulta que ayer vi a unos migrantes que iban huyendo de la policía. Uno de ellos chocó conmigo y me pidió comida. Pero como no llevaba nada que darle, le invité un refresco —continuó Eduardo.
—¿Y luego? —preguntó Ana.
—Se fue para alcanzar a los demás —respondió Eduardo—. Pero luego llegó una camioneta, que creo que era de la migra, y un tipo que parecía poli me preguntó si yo sabía a dónde se habían ido. Entonces le dije…
—Bien hecho, Lalo, qué bueno que le dijiste —dijo Claudia.
—¿Qué? ¿Por qué te da gusto, Claudia? —preguntó Ana.
—Pues es que son ilegales y no sabemos qué costumbres y mañas traigan. Además, solo pasan por aquí para llegar a Estados Unidos o Canadá. Todavía vinieran a visitar nuestro país… pero no, ven a México como lugar de paso.
—Pues no los delaté. Señalé un camino distinto al que habían tomado —prosiguió Eduardo.
—No inventes, Lalo. ¿En serio? ¿No te dio miedo que te cacharan o te dijeran algo por andar mintiendo a la policía? ¿Qué tal si te acusan de ocultar información a las autoridades? —lo interrogó Ana.
—No creo que me hagan nada, ni que fuera para tanto. Fue una mentira piadosa.
—¡Ah! Y yo que estaba contenta porque pensé que los habías delatado —dijo Claudia.
—No, no hice eso, la verdad… sentí muy gacho al ver que esas personas andan sin comer y quién sabe dónde duerman. Además, iban familias, vi a señores y señoras con niños pequeños. ¿Se imaginan qué haríamos nosotros si nos encontráramos en esa situación y nadie nos quisiera ayudar?
—Sería muy triste que nomás nos ignoraran o nos tuvieran miedo por venir de fuera —dijo Ana.
—Eso mero le preguntaba ayer a mi primo Mario, el que está estudiando Derecho, ¿por qué en algunos países piensan que los migrantes son peligrosos? ¿Y sabes qué me dijo?
—¿Qué? —preguntó Ana.
—Que es por seguridad de los países, que a lo mejor llegan a quitar el trabajo y quién sabe qué más. También me contó que no existe un derecho a transitar libremente por cualquier país. Cada nación tiene sus leyes para que no entren a su territorio así como así. Y yo que pensaba que el libre tránsito era un derecho universal.
—¿Se imaginan qué pasaría si todos pudiéramos transitar libremente por cualquier parte del planeta? Así, si no tuviéramos trabajo o comida, iríamos a buscarlo a otro lugar —dijo Ana.
—Pues sí, parece que estaría muy chido, pero sería absurdo —afirmó Claudia—. Imagínate que todos se van a buscar trabajo a donde se supone que hay, al final habría más personas buscando trabajo que ofertas de trabajo. ¿Y qué pasaría con la gente de ese lugar?, ¿a poco no tiene más derecho a esos trabajos por ser originaria de ahí? Además, cada país tiene el derecho de poner las leyes que quiera, aunque atenten contra los migrantes. Pero volviendo a lo de la mentira piadosa, es puro choro, acéptalo, Lalo.
—¿Cómo?, ¿por qué dices que es choro? —preguntó Eduardo.
—Porque cuando la gente dice eso, lo único que hace es evadir su responsabilidad. Por ejemplo, si tú le hubieras dicho la verdad al oficial, ¿hubieras tenido la culpa de que atraparan a esas personas? Obviamente no. La culpa sería de ellos por cruzarse a México de manera clandestina. En cambio, como no dijiste la verdad, eres culpable de que los oficiales no hayan hecho bien su trabajo. Y no solo eso, sino que además les diste información falsa. Al decir que fue una mentira piadosa solo reconoces que hiciste algo malo —respondió, Claudia.
—Pero, ¡cómo!, ¿entonces siempre tenemos que decir la verdad? —se sorprendió Eduardo.
—¡Claro!
—¡Ay!, ¡cálmate!, Clau —dijo Ana—. ¿A poco dirías la verdad si fuera tu familia la que estuviera en peligro? Y tampoco es que los migrantes tengan la culpa, a lo mejor no les va bien en su país. Es peligroso para ellos venir porque a veces los golpean para robarles lo que traen. Una tía, que es enfermera en un centro de salud, me contó que seguido llegan indocumentados con heridas graves. Incluso una vez me contó que un señor llegó muy demacrado por no comer varios días. El señor se había escapado de sus secuestradores que lo habían engañado prometiendo llevarlo hasta Tijuana.
—Bueno, no está bien que les hagan eso, pero, ¿para qué salen de su tierra? Mejor deberían quedarse allá. Así no se arriesgan a que los detengan o los asalten. Y que las leyes de su país los protejan porque acá ni son ciudadanos mexicanos, luego, ¿cómo quieren derechos? —enfatizó Claudia.
No contento con la postura de Claudia, Eduardo dijo:
—¿Y tú crees que lo hacen por gusto? Emigran por necesidad, así como mi tío Pepe se fue a los Estados Unidos de mojado. El chavo que conocí ayer me contó que viene de una familia pobre y, como no tiene estudios, prefirió salir de su país en busca de trabajo. Los inmigrantes como él, aunque no sean mexicanos, tienen que comer, dormir y no solo andar arriesgando su vida, también son seres humanos, ¿no?
—Pues sí, pero hacen mal porque se pasan las fronteras sin papeles, violan las leyes y tú lo único que hiciste fue solaparlos —concluyó Claudia.
Miriam Díaz Somera